sábado, 29 de septiembre de 2007

LA LIBERACIÓN Y EL LIBERTADOR (Colombia)

LA LIBERACIÓN Y EL LIBERTADOR



Después de pasar la Conquista como un huracán sobre la civilización aborigen, las colonias fueron consideradas durante tres siglos por la metrópoli española como tierra conquistada; la población, con su suelo, se repartió entre los conquistadores y se la aniquiló, en todo el sentido de la palabra, por medio de un cruel sistema de explotación. Con los indígenas americanos se manifestó el mismo desdén por las otras razas y el mismo intolerante fanatismo contra las gentes de otra creencia demostrados por los españoles con la expulsión de treinta y ocho mil familias judías y con la eliminación de tal vez una cuarta parte de la población española, constituida por los colonos moriscos. Las colonias hispanoamericanas, por ello, albergaban en su seno bastantes más gérmenes de descontento, odio, descomposición e injusticia que las colonias inglesas de Norteamércia, donde tenían vigor las mismas leyes que en la metrópoli y que se consideraba en todo lo posible, con política prudencia, la necesidad de una libre regulación de las circunstancias. Por ese motivo el choque fue en el Sur más intenso que en el Norte y más duraderas las consecuencias. Era inevitable una ruptura violenta de los lazos. Esto es lo que se desprende de una ojeada general a las circunstancias de la época.

En orden a lo político, en las colonias dominaban casi exclusivamente los españoles europeos. Los cargos públicos no eran accesibles a los indígenas ni a los criollos. La cerrada centralización en presidencias y virreinatos (6) que abarcaban comarcas inmensas y apenas o escasamente relacionadas entre sí, así como la total dependencia, en cuanto a legislación y jurisdicción, de la Corte Española y del Consejo de Indias —que no conocía las necesidades de cada región y que sólo con lentitud resolvía los negocios—, ahogaban toda capacidad política de resolución. Hay que añadir que las autoridades civiles entre sí, y estas con respecto a las eclesiásticas, se hallaban en disen­Sión constante. La libertad personal y los fueros, tan desarrollados en España, lo mismo que la opinión pública, no eran allí tolerados. El acceso a las posesiones de América se hacía casi imposible a los otros europeos no españoles; las colonias se hallaban rigurosamente separadas del resto del mundo, de modo que tenían de éste un concepto enteramente erróneo. Una gran irreflexión y egoísmo por parte de los funcionarios ponían su sello a la administración. La imposición de muy altas cargas tributarias, en especial los impuestos sobre las ventas, oro y siempre oro, era la consigna de los españoles. Por eso no existía amor patrio, ni fidelidad en las funciones públicas, ni afecto de los gobernados hacia los gobernantes; en una palabra, entre la autocracia de una parte y la sumisión de la otra, no había progreso.

En el aspecto cultural y social las cosas no estaban mejor. La enseñanza pública se encontraba enteramente desatendida y se daba en forma fragmentaria e incompleta, obstaculizada además por la Inquisición, establecida en 1571 y por la prohibición de introducir y leer los escritos calificados de heréticos.

Los bienes de las personas sospechosas eran embargados y sus familias expuestas al general desprecio. Con las abjuraciones a la fuerza se fomentaba la hipocresía. Eran grandes el fanatismo y la superstición de las masas, sólo aparentemente convertidas al cristianismo, que en el fondo continuaban siendo idólatras y que de la religión no conocían mucho más que al cura o monje que las explotaba. Agreguemos que la población estaba corrompida por el mal ejemplo de tanto aventurero inmigrante, de tanto noble arruinado y falto de escrúpulos, de tanto soldado brutal; corrompida estaba la gente por la mendicidad, por la usura y el juego, por las loterías, por la dilapidación de las fortunas rápidamente logradas, por los torcidos procesos y la justicia venal y turbia, por un sistema de espionaje y delación, por la aplicación de torturas, por las lidias de toros y las luchas de gallos y no en último lugar por el desprecio de la honra y virtud de las mujeres del país. Con la palabra y la pluma el Padre Aguilar señaló durante mi permanencia en Bogotá esos ejemplos de corrupción de los tiempos pasados. Los esclavos, tanto los traídos de Africa como los indios, hacían la mayor parte del trabajo. Las mejores tierras se hallaban reunidas en poder de unos pocos o se convertían en bienes de la mano muerta. Al comenzar la revolución el clero tenía casi la mitad de las propiedades raíces. La servidumbre de los aborígenes dificultaba también la necesaria y deseable mezcla de razas. No había libros útiles que divulgítran la instrucción, pues, por ejemplo, la lectura de la Historia de América de Robertson estuvo castigada con pena de muerte. Algunos libros entraban de contrabando. El alimento espiritual estaba constituido por la teología, el derecho canónico y todo el confuso cúmulo del derecho civil en el que ya no se orientaban ni los mismos legisladores.

En el terreno económico y politico dominaba el monopolio bajo todas las formas imaginables; hasta la extracción del platino y la obtención de la corteza de quina se hallaban monopolizadas. La plantación de olivos y vides estaba prohibida bajo pena de muerte. Diferentes fábricas de paños, vajillas y sombreros fueron destruidas por mandato real. Los productos del comercio no podían ser intercambiados libremente y según las leyes de la demanda, pues sólo cabía su importación desde la metrópoli o su exportación a la misma. Sevilla era a estos fines el único puerto de embarque y desembarque de mercancías. Todos los años zarpaban para Portobelo dos flotas mercantes escoltadas por navíos de guerra. Los artículos importados debían recorrer las regiones en una dirección estrictamente señalada; en cada lugar se dejaba una determinada cantidad, hiciera falta o no allí. Así se crearon núcleos de tráfico enteramente artificiales. Como único principio económico se tenía la explotación de las minas de oro y plata. Por malos caminos, que siguieron siendo malos, se llevaban a lomo de mula los sacos de oro —riqueza de unas pocas familias— para ya no volverlos a ver.

Se objetará tal vez que el cuadro aquí pintado tiene tonos demasiado sombríos. Muy a gusto, precisamente en calidad de europeo, desearía poner colores más alegres y señalar, por ejemplo, el hecho de que Alexander von Humboldt, al emprender en 1801 sus famosos viajes a las regiones equinocciales, encontrara en Bogotá un círculo de eruditos en el que figuraban el botánico Mutis y el astrónomo Caldas. Pero estos rayos de luz aislados no bastan a suavizar la impresión de conjunto de que las colonias españolas vivieron tres siglos en la miseria y la ignorancia, de que eran bastiones clericales cuyos macizos muros no podrían allanarse mediante reformas, sino que habrían de ser volados por las revoluciones. En la propia metrópoli, por lo demás, tampoco había imperado siempre la paz durante el tiempo de la dominación española, pues la revolución la llevaban y llevan los españoles en la propia sangre. Con esta exposición de lo que fue un sistema feudal teocrático-absolutista culpamos menos a un determinado pueblo civilizador que a la totalidad de una época.

Diversos levantamientos de mayor o menor magnitud, como el de los Comuneros del año 1781 en Colombia, demostraron a los dominadores españoles que habían pasado los tiempos de la callada obediencia. En la escena universal reinaba la agitación. No es que la guerra norteamericana de liberación hiciera uña impresión grande sobre los emotivos suramericanos. De un lado, la noticias sobre esos acontecimientos se reservaban bastante y eran poco conocidas, de otro lado, se trataba de una revolución un tanto prosaica. Cosa muy distinta ocurrió con el gran drama de la cosmopolita Revolución Francesa, proclamadora de la igualdad y la libertad de todos los hombres.

El año 1799 Nariño hizo imprimir y repartir secretamente en Bogotá la proclamación de los derechos del hombre, tal como había salido de la Asamblea Constituyente Francesa. El espíritu que emanaba de aquel texto entusiásmó los ánimos y los dispuso a la acción.

El impulso para la revolución suramericana lo dio el conflicto de España con Napoleón. Bonaparte exigió del Rey Carlos IV —o más bien de su favorito Godoy, el Príncipe de la Paz, aborrecido por el pueblo— el libre paso de las tropas francesas hacia Portugal. Los ejércitos franceses al mando deJunot atravesaron la frontera. Para salvar a su favorito de la irritación de las fieles masas populares, Carlos abdicó el 19 de marzo de 1808 en favor de su hijo Fernando VII. Napoleón invitó a padre e hijo a Bayona para tratar de remediar sus desavenencias; allí logró el francés el éxito de su intriga en el sentido de inclinar a Carlos IV a retirar su abdicación, pero llevándole luego a una nueva renuncia al trono de España, esta vez en favor de los napoleónidas. El débil Fernando reconoció este diplomático golpe de fuerza y fue internado en Francia.

Pero Napoleón no había contado con el heroísmo del pueblo español. Varias juntas organizaron la guerra popular y de guerrillas contra la invasión. La Junta de Sevilla envió también mensajeros a las colonias para pedir a éstas ayuda y, en particular, el envío de dinero. Al mismo tiempo se les concedía que cada sección del imperio colonial mandara a España un representante en Cortes; unos dieciocho millones de americanos tendrían en total nueve diputados, ni siquiera libremente elegidos. No obstante, de manera magnánima, los americanos entregaron a los españoles veintiocho millones de dólares; al propio tiempo pidieron en casi todas partes el establecimiento de parecidas juntas en América y la equiparación del número de representantes. Mas como en España se negó la igualdad de derechos de las colonias respecto de la metrópoli, ello por temor de que los americanos aspirasen a la preponderancia política, en hispanoamérica fue haciéndose cada vez mayor el afán de llegar a un orden propio.

Los criollos más ricos y prestigiosos, así como muchos nobles —no, por cierto, pobres aventureros ambiciosos de botín— y además muchos elementos del bajo clero, destacados intelectuales y artesanos, son elegidos ahora por las masas populares para formar parte de las juntas. Estas se hacen cargo del Gobierno, si bien en nombre del legítimo y “muy amado” monarca Fernando VII, cautivo a la sazón. Esta fórmula se adopta para no asustar a las masas con la palabra de la franca sublevación contra España. En realidad, entre las gentes de más decisivo influjo impera ya el propósito de lograr la independencia. Casi sin excepción, los magistrados españoles pierden la cabeza, ceden aparentemente al principio, pero de manera inhábil tratan de derrotar con sus tropas el movimiento. Casi en todas partes la acción de resistencia acaba, ya en los primeros días o meses, con la expulsión de las autoridades españolas. El movimiento se consuma primero en Buenos Aires el año 1809, luego en Quito, más tarde en la Nueva Granada, o sea Colombia (y en particular el 20 de julio de 1810 en Bogotá) (7) , en Venezuela, en el Alto Perú y Chile, en el Perú y por último en Méjico y América Central. A pesar de las enormes distancias y en la imposibilidad de concluir acuerdos, la revolución se produce como por propio impulso, tiene en casi todos los sitios igual carácter y acontece, con diferencias escasas, al mismo tiempo, el año 1810, cuando la monarquía española se hallaba acéfala y la mayor parte de la metrópoli ocupada a causa de la directa intervención napoleónica.

Pero, inmediatamente, la anterior falta de vida política se hace sentir en el hecho de que entre los patriotas —como se llamaban los partidarios de la revolución— empiezan a surgir rivalidades y odios y no consigue constituirse un poder central fuerte, capaz de salvar al país en aquella agitada situación. Cartagena, la fortaleza del Atlántico, no quiere someterse a Bogotá y levanta la bandera del federalismo, de la casi total independencia de los estados y provincias del país. Consecuencia de ello es la anarquía. La irreflexiva abolición de los tributos deja al Gobierno falto de medios para la resistencia y le obliga a la funesta solución de emitir papel moneda. En el interior de Colombia el estado de Cundinamarca es el primero en darse una constitución (primavera de 1811), donde se reconoce todavía como rey a Fernando VII, pero bajo la sofística condición de que ejerza el gobierno desde Bogotá. Este ejemplo es imitado en casi todas las provincias. El 27 de noviembre de 1811 se suscribe el primer tratado federal, según el modelo de la constitución de los Estados Unidos y lo firman cinco provincias, las “Provincias Unidas de la Nueva Granada”, entre las que Cundinamarca no figura. Hacia el final de 1811 se proclama en Cartagena (11 dé noviembre) y en Quito la total independencia de España.

La regencia española había ordenado entre tanto (31 de agosto de 1810) el bloqueo de la costa de Venezuela y dado ya la señal de ataque. La propia naturaleza pareció querer oponerse a la insensata agitación de los patriot4s. El día jueves Santo de 1812 un espantoso terremoto destruyó muchas ciudades y pueblos de Suramérica. Cientos de personas que se encontraban en los templos quedaron enterradas entre las ruinas. Fácil resultó a los españoles interpretar este golpe del destino, para la masa fanática e ignorante, como una voz del cielo ante el ataque inferido al trono y a la metrópoli. Venezuela y poco después Ecuador, volvieron a perderse.

En tanto que los jefes de las tropas españolas no juzgaban necesario cumplir la palabra dada a todos los patriotas que se entregaban, deportando y fusilando sin tregua para, como decía el general Monteverde, no tener que vigilar a los rebeldes ni cuidarse de su sustento, désatose en Colombia una feroz guerra civil entre centralistas y federalistas, guerra que vino a desviar aún más de la causa de la libertad al quebrantado pueblo. Pero entre tanto llegaron de Venezuela a Colombia algunos patriotas exilados, entre los que se encontraba Simón Bolívar, que cambiaron algo la fortuna de las armas. A fines de 1812 Bolívar tomó las ciudades y pueblos del bajo Magdalena, venció al enemigo cerca de Cúcuta con sólo cuatrocientos

hombres y después de haberse elevado hasta mil los efectivos de su división, pidió permiso el 15 de mayo de 1815 ante el Congreso de Cartagena para emprender una campaña de liberación del país Venezolano. Empezó, pues, aquella homérica expedición de la que ha dicho con justicia el historiador César Cantú: “Con quinientos reclutas mal armados y peor vestidos extendió Bolívar por América la revolución, mientras que Bonaparte, al propio tiempo, apoyado en quinientas mil bayonetas dejó sucumbir la revolución en Europa”.

Ha llegado el momento de iluminar más de cerca la figura de Bolívar y de relatar los azares de su existencia. Simón Bolívar nació en Caracas, capital de la actual Venezuela, el 24 de julio de 1783. Venía de una noble familia y sus antepasados habían sido concejales de la ciudad. Siendo él de dos años de edad, murió su padre. Su madre le hizo recibir una instrucción relativamente buena consistente en lengua española, latín, matemáticas e historia, pero sin que el muchacho demostrara aplicación. A la muerte de la madre, su tutor, el 1799, lo envió a España con el fin de que completara su educación. Conoció allí bastante de cerca las intrigas de la corte y empezó a estudiar con vivo interés, haciendo grandes progresos en la formación de su espíritu. En 1801 Bolívar marchó a Francia, donde se saturó de ideas republicanas y muy en especial, de admiración por Napoleón Bonaparte, gran caudillo de una fuerte república. Después de algunos meses regresó de nuevo a Madrid, donde casó con Teresa Toro y Alaira; acompañado de su excelente esposa se embarcó para la patria, lleno de felicidad y pletórico también de la esperanza de disfrutar de una idílica paz hogareña. En 1803 una fiebres malignas le arrebataron a su esposa; con el fin de hallar distracción viajó nuevamente a Madrid y luego a París, donde fue testigo de la exaltación de Napoleón al trono imperial, cosa que le llenó de tristeza y de aversión al hombre por quien tan idólatra admiración había sentido. De continuo, durante aquellos viajes por Europa, pensaba en la liberación de su patria. En el Monte Aventino, en Roma, jura ante Simón Rodríguez, su acompañante y maestro, “libertar la patria o morir por ella”. Después de haber visitado las principales ciudades de los Estados Unidos regresó, en 1806, a Caracas y se ocupó en la administración y mejor cuidado de sus numerosas y buenas fincas.

En abril de 1810 fue uno de los decisivos paladines de la revolución y el Gobierno provisional lo envió a Europa en misión diplomática, en especial con el fin de inclinar a Inglaterra en fávor de la liberación de las colonias españolas. Allí recibió, sin duda, buen consejo y palabras de adhesión, pero ninguna clase de apoyo efectivo. Vuelto a Venezuela con el barco lleno de armas, Bolívar obtuvo los primeros laureles militares, como coronel de los patriotas, en la represión del alzamiento de la ciudad de Valencia. Por entonces tuvo lugar el funesto terremoto que hemos mencionado. Díaz, historiador leal a la corona, relata que pocos minutos después de la catástrofe pasó por la iglesia de la Trinidad, de Caracas y vio por allí a un hombre que en mangas de camisa y con sangre en el rostro salía de entre las minas. Díaz le gritó: “¡Mira, rebelde, cómo hasta la Naturaleza se pone en contra de vuestros malos propósitos!”. A lo que Bolívar, pues él era el que se había salvado entre los escombros, repuso de esta manera: “Si la Naturaleza misma se nos opone, pelearemos contra la Naturaleza; silos hombres se nos enfrentan, pelearemos contra los hombres y si...”. La horrible blasfemia que siguió —añade Díaz— no quiero repetirla aquí.

A consecuencia del terremoto perdió Venezuela el noble caudillo de los patriotas, Miranda. La historia acusa a Bolívar de, por rivalidad, no haber hecho todo lo posible para la salvación de la patria y hasta de haber tomado parte personalmente en el apresamiento de Miranda por oficiales republicanos, con lo que el patriota fue a caer en poder de los españoles, muriendo en Cádiz después de cuatro años de prisión.

6 La Nueva Granada se segregó en 1563, como Presidencia, del Virreinato del Perú y en 1719 se la elevó a Virreinato independiente, reduciéndola otra vez a Presidencia el año 1724. Hasta 1740 no fue el virreinato su definitiva forma de gobierno. (regresar6)
7 El virrey Amar es nombrado al principio presidente de la Junta de Gobierno que se nombra en Bogotá la noche del 20 al 21 de julio, pero ya el día 25 es apresado por el pueblo y expulsado del país el 15 de agosto

Publicado en: http://www.lablaa.org/ (Biblioteca Luis Ángel Arango/ Colombia)

Link: http://www.lablaa.org/blaavirtual/historia/eldorado/eldo11a.htm

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